Mi cuerpo está hecho de arcilla,
mis piernas arden como fósforos.
Soy el veneno vertido en la copa,
el monstruo que vive en los sueños,
la araña que anida en tu ropa.
Mis dedos son antorchas
consumidas lentamente,
mi espalda una playa abandonada
esperando ser habitada cada noche.
Solo una vez,
bajo el dintel de la puerta
me asomé para observar
como caía la luz sobre el salón.
En las horas muertas
la estancia se incendia
bajo el sol de media tarde,
la chimenea aviva el calor,
las paredes se cubren de formas curiosas
y juegos de luces;
me siento en la escalera
esperando que caiga la noche
Y culmine el espectáculo
ardiente y colorido
que toma forma en el salón.
Los peldaños de la escalera
crujen como huesos
que se rompen,
el chasquido interrumpe
el agradable silencio
que habita en la habitación vacía
perturbando el cálido resplandor
del salón cuando muere la tarde.
Pisaste la luna
como un forajido.
Blanca fortuna
la de tus pies,
blanca la cara
de la luna.
Su bramido
ahogado en lágrimas
hizo llover blancos
cristales
en los planetas
y los meteoros,
que acudieron
a la llamada
de su reina blanca
como blancos
corsarios espaciales.
En las casas palaciegas
de lámparas de araña
tras las inmensas alfombras
y las puertas labradas
se esconden secretos
de un pasado turbio
bañado en la sangre
de los inocentes caídos.
Las paredes maldicen
la sangre derramada
y se hacen eco
de las últimas palabras
de los muertos, como lúgubres
resonancias repetidas
a lo largo de los siglos.
La vida me arrasa, me lástima,
soy un peón en su juego de ajedrez.
Me machaca sin piedad,
no duda en torturarme
cuando caprichosa se le antoja.
Soy una prisionera
atrapada entre cadenas
a la que acorrala con gusto,
ahogando cada uno de mis días
sin dejarme un hilo de esperanza.
Cuántas veces he intentado
presentar batalla sin resultado alguno,
mientras me derrota como a una marioneta
sin voluntad, una muñeca de trapo
a su merced; sus garras voraces
se ciernen sobre mí
condenandome al destierro,
a un invierno prematuro sin retorno.
Es una tirana hostil que jalea su victoria
mofándose de mi caída,
mientras clava puñales en mis llagas
acentuando mi dolor y yo suplicante
le pido a la muerte que me deje ir.
Secas, muertas sus emociones,
abandona su vacío vital
huyendo al bosque en el que habitan
los que perdieron el alma.
¿Dónde encuentro una nueva?
Este es el bosque de los caídos
donde mora el guardián sin nombre ni rostro,
pídele a él lo que tanto deseas.
Quiero un alma nueva
libre de cadenas
que no sea vieja ni tenga condena,
una que no posea deudas pendientes
que la tengan prisionera.
Toma tu alma
y abandona mis tierras
pues solo los caídos pueden vivir en ella.
Estaba desterrado y se me dio un alma nueva
con una llama prendida que aviva su fuerza,
que todas las almas errantes
corran la misma suerte que ella.
